Gilmore. Por supuesto que no quiero ser una chica Almodovar, como Pepi, como Luci o como Bom, por mucho que lo cante Sabina.
Estoy enganchada a una serie que se llama Las Chicas Gilmore, creo que ya no la emiten por televisión o si lo hacen puede ser la última temporada pero para mi suerte, la tengo completita en casa. Es uno de esos regalos de Navidad veraniegos que nunca me alegraré lo suficiente de haber tenido.
"Doctor, doctor, soy Gilmoremaníaca. Cuando acabo de ver un capítulo, tengo que apagar la televisión rápidamente y busco la radio con ansiedad porque mi mano se lanza desaforadamente hacia el play del mando a distancia".
La acción transcurre en un pueblo imaginario de Connecticut donde celebran las fiestas, encuentros y ferias más variopintas y alocadas que puedas imaginar. Una asamblea popular decide la marcha del pueblo, al estilo concejo abierto. Tienen su personaje excéntrico, su banda de rock, su cine de arte y ensayo, su par de cafeterías, su hotelito rural, su mecánica, su profesora de baile y hasta la universidad de Yale a 20 minutos en coche. No sé que más puede uno pedir. ¡Ah, sí!, un almacén nuclear. Perdón, se me ha escapado.
La única pega es que no es apta para hipertensos por el consumo irracional de café que hacen los protagonistas. Lo mejor, los diálogos. Son tan geniales y chispeantes que el día a día se convierte en una aventura emocionante.
Definitivamente, soy una chica Gilmore. "Luke, café, café, café"
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