Esta semana me he acercado a El Prado a echar un vistazo a las exposiciones temporales. Una de ellas es la llamada “Leonardo y la copia de Mona Lisa. Nuevos planteamientos sobre la práctica del taller vinciano”.
Esta pequeña, curiosa y evocadora muestra me ha recordado un sobre de papel negro que tengo metido en un cajón desde hace unos años.
Gracias a la reflectología infrarroja, un método de investigación que permite visualizar las capas de pintura bajo la superficie, los estudiosos del arte nos desvelan la forma en la que se trabajaba en el taller de Da Vinci. No es magia potagia, es simplemente la aplicación de la tecnología.
Junto a la “Mona Lisa madrileña” se exponen unos paneles explicativos que muestran como el discípulo, que pintó este cuadro, incluía cambios y/o correcciones al mismo tiempo que lo hacia el Maestro durante los primeros estadios de la ejecución del trabajo. Hay que recordar que Leonardo cargó con “La Gioconda” en sus diversas mudanzas y continuó durante años dando pinceladas.
Fue llegar a casa, buscar el sobre y sentirme como ese anónimo discípulo de Da Vinci. En mi caso, nada de trabajar de manera simultánea con el artista, soy más de diferido. Han pasado 114 años desde que Isaac Israels terminó de pintar “Donkey riders on the beach", 1890-1901. Empleó 11 años en darle el toque final. Yo, por mi parte, tardé cerca de 20 minutos en versionar de la manera más fiel este maravilloso cuadro.
Recuerdo el rato que pasamos Niperry y servidora sentaditos como buenos niños holandeses dentro del aula de actividades del Rij Museum. No eramos conscientes que estábamos haciendo historia.
Lo sé, lo sé, es difícil distinguir el original de la copia. Tan solo la mentada reflectología sería capaz de mostrar las diferencias entre la pincelada de Israels y la mía.
Solo me queda cruzar los dedos y esperar que la crítica me valore como me merezco.